Una arquitectura más sostenible

Mis abuelos eran manchegos, de un pequeño pueblo de Toledo, y cuando éramos niños, con mis padres, tíos y primos, íbamos a veranear a su casa y nos lo pasábamos genial. Dice el refrán que: “¡Quien tiene pueblo, tiene un tesoro!” y he de reconocer que así es… Mis abuelos, aparte de la casa principal, tenían también una caseta en el campo rodeada por pinares centenarios y por unas tierras en las que mi abuelo Celedonio (sí, menudo nombre) cultivaba todas especies de verduras, hortalizas y legumbres con las que mi abuela hacía unos pucheros deliciosos. Solíamos pasar los fines de semana allí y de ello tengo un recuerdo diamantino que jamás se me olvidará…
Podríamos medir la calidad de vida de la gente de muchas maneras. Algunos suelen hacerlo en dinero, otros suelen tener más en cuenta el tiempo libre y algunos otros prefieren, antes cualquiera de esas dos cosas, hablar de la vivienda de la que se dispone para valorar un asunto como del que estamos hablando. La verdad es que cada cual tiene su criterio, pero es cierto que cualquiera de estos asuntos tiene su valor a la hora de emitir un veredicto al respecto. Y para mucha gente, una combinación ponderada de los tres elementos es lo que determina la calidad de vida.
Muchos de nosotros somos habitantes de ciudades, ya sean estas más grandes o más pequeñas, pero urbes, en definitiva. Esto se debe a que en las últimas décadas hemos vivido un gran éxodo rural que ha vaciado gran parte de nuestros pueblos y los habitantes que en ellos había se han ido para las ciudades. Esto es así puesto que en las grandes urbes es mucho más fácil encontrar empleo, así como también se debe a la necesidad de los más jóvenes de seguir estudiando para formarse en lo que siempre han querido ser y que, por desgracia, en sus poblaciones no lo tienen a su disposición.